El 17.3% de la población salvadoreña está en situación de calle, indigente. Es decir, ni siquiera son pobres, están por debajo de esa categoría. Las noches de Nestor nos ayudan a comprender un poco lo que ellos y ellas viven.
| Foto Ezequiel Barrera |
―Bueno y vos vato ¿Cuál rifás? ―pregunta con ira un pandillero del centro histórico de San Salvador a Nestor.
―Yo no rifo ninguna pandilla. Eso ni me gusta. Soy indigente, calle y huele pega. No ando en esas cosas― responde Nestor.―A mí no me la hacés, vos sos de la contraria y aquí vas a quedar― le grita el pandillero a Nestor mientras saca un cuchillo de su pantalón jeans flojo.
―Hey tranquilo, de verdad que yo no me meto en nada de eso― suplica. Pero en los ojos del pandillero hay irritación y parece drogado. Las súplicas de Nestor no logran convencer al pandillero.
Nestor teme lo peor. Su vida es miserable pero todavía quiere conservarla. Quiere echarse a correr y a grandes zancadas escapar, sin embargo le es imposible. Ya no puede ni caminar bien, es que hace un par de años en una noche de abril, en un hecho que ni él mismo recuerda muy bien, me relata que fue arrojado desde arriba del paso a desnivel.
―Me tiraron desde aquí y fui a parar allá abajo, en el río. No recuerdo quiénes me tiraron, creo que me golpee la cabeza. Y también me fracturé este brazo izquierdo y me quebré la pierna derecha― me relata, mientras hace gestos para que imagine cuando lo tiraron y cuando cayó. Me muestra también que puede girar hacia atrás la mano izquierda de una forma extraña.
―Me duele mucho la rodilla cuando hace frío en noches como esta― exclama entre suspiros mirando las gruesas gotas de lluvia que caen con ímpetu sobre el asfalto de un callejón que sirve para incorporarse al bulevar Castellanos viniendo del centro histórico.
― ¿Has tomado algo para el dolor? ― pregunto.
―A veces tomo una pastilla para el dolor. Pero solo cuando alguien me regala unos centavos voy a la tienda para comprar pastillas.
― ¿Alguien más te ayuda? ¿Tienes familia?
―Mi mamá vive con mi padrastro aquí cerca, por la gasolinera del trovador. Tienen una casa vieja, son muy pobres y a veces no tienen ni para comer. Yo ni me acerco por ahí porque creo que nunca le he caído bien a mi padrastro. Y cuando voy solo es para bañarme y lavar esta ropa que es la única que tengo. Yo aquí vivo, debajo de este puente. Aquí duermo todas las noches.
Como él, al menos una docena de personas duermen y pasan sus noches bajo el paso a desnivel que conecta al centro histórico de San Salvador con San Jacinto. Ellos y ellas son solamente una pequeña representación del 17.3% ―según lo detalla el Informe del panorama social de América Latina 2010, que presentó CEPAL―de la población salvadoreña en situación de calle. Es decir, ni siquiera son pobres, están por debajo de esa categoría.
Hay noches que Nestor y los demás del lugar se van a dormir con el estómago vacío, pero no las noches de sábado. Las noches de sábado siempre hay una cena patrocinada por el ministerio CAVAR ―Comité en acción con valores del Reino―dirigido por el pastor evangélico Pedro Landaverde, que además de llevarles comida les provee un seguimiento que les permite ayudarles a rehabilitarse y a insertarse en la sociedad a través de un empleo. El trabajo que CAVAR realiza será el motivo de una crónica aparte que PAX Noticias publicará pronto.
Otras noches, Nestor y los demás indigentes sufren mil cosas. Entre esas, son asaltados por delincuentes callejeros que les quitan hasta los cartones en los que duermen. Las pandillas también los extorsionan e incluso hay noches como aquella en la que Nestor estuvo a punto de perder la vida en manos de un pandillero.
Con el cuchillo en mano, rostro con expresión iracunda, con sed de violencia y sin misericordia, el pandillero no vaciló en tirar la primera cuchillada. Nestor solo cerró los ojos y sintió la helada penetración del cuchillo un par de centímetros arriba de su corazón.
― ¡Ay! ―gritó agudamente Nestor ―Te digo que no rifo nada― Insistió.
Sin querer escuchar razones, el pandillero lanzó otra cuchillada un poco más abajo de su corazón.
― ¡Ay! ―volvió a gritar, esta vez con menos fuerza y sin poder escapar. Se tiró al suelo.
― ¡Aquí vas a quedar! ― le amenazó el pandillero con una risa que connotaba satisfacción en su acción violenta.
Le lanzó una nueva cuchillada y esta vez hirió el brazo derecho, un poco más arriba del codo. La sangre comenzó a salir a borbollones. Nestor pensó morir al sentir un dolor inmenso que las heridas le provocaban. Su camisa, su única camisa se llenó de sangre.
El pandillero parecía no saciarse todavía, así que tomó con fuerzas nuevamente su cuchillo y le propinó una cuchillada más en el muslo derecho a Nestor.
― ¡Ay! ¡Ay! Ya no, ya no, ya es suficiente. ¡Dios ayúdame! ― vociferaba con dolor aquella noche.
El pandillero se cansó de escuchar a Nestor y siguió su camino. Los pocos autos que pasaban a esas horas de la noche sobre el bulevar Castellanos parecían ignorar a Nestor que yacía tirado a un lado de la calle retorciéndose del dolor y sangrando sin cesar.
Al rato pasó una ambulancia de la Cruz Verde y se lo llevaron a emergencias del hospital Rosales, donde le cosieron las heridas. Al poco tiempo lo despacharon y lo mandaron de regreso a su “hogar” ―quizá por su condición de indigente lo despacharon tan rápido―.
La misma noche que estuvo a punto de morir también tuvo que caminar de regreso desde el hospital hasta el paso a desnivel que es su “hogar”. A paso lento y torpe, entre quejidos y dolores agudos llegó cuatro horas después a su cartón que hace las veces de colchón para descansar un poco.
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| Nestor, Foto Ezequiel Barrera |
Ezequiel Barrera


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